jueves, 2 de octubre de 2008

Reseñas de un peligroso viaje IV

Después que el auto pasó por el pueblo de Candelaria se comenzaron a ver las huellas de los huracanes, poco a poco se fue manifestando el destrozo, las montañas de la cordillera de los órganos que nos acompañaban en el viaje mostraban claramente la tristeza de sus laderas, el manto de vegetación que otrora las cubría había sufrido quemaduras de tercer grado y en lugar del verdor esplendoroso de sus antiguas siluetas, había un carmelita opaco, triste, desolado, cenizo.

Los árboles que acompañan las orillas de la carretera estaban en desorden total, la mayoría yacían tirados al borde de la vía, inertes, muertos, secos, los pocos que quedaban en pie lucían sus troncos sin corteza, rojos, con quemaduras profundas, ni una sola hoja verde en sus esqueléticas ramas se podían ver. Un poco más allá, alrededor del campo triste y sopaco que bordea la carretera yacen enormes estructuras de metal retorcido, epitafio de un sistema vial energético que murió en el desastre. Nos desilusionaban a ratos las aisladas casas de desafortunados campesinos que exhibían claramente el destrozo sufrido a causa de las destructoras ráfagas. Algunas granjas estatales también no hacían saber cuan grande fue la magnitud de los vientos.

No fue hasta que entré en el pueblo de Los Palacios que comencé a liberar las pujantes lágrimas que desde que pasé por Candelaria se esforzaban por salir, aquello era en verdad desolador, la antigua vegetación exuberante que cubría el pueblo había desaparecido, los montones de ramas y escombros cerraban el paso en las calles y avenidas, las casas en su mayoría carecían de techo, muchas perdieron parcialmente sus paredes y otras desaparecieron completamente. El tendido eléctrico descansaba sobre las casas destruidas, el molino arrocero que nunca había sido visto desde el centro del pueblo, ahora se veía de cualquier lugar, la deforestación hecha por los ciclones Ike y Gustav permitía ver claramente cualquier lugar del pueblo sin esforzar mucho la vista. El campanario de la Iglesia desapareció; todavía andan buscando la campana, el techo sufrió grandes daños y sus jardines son ahora un retorcijo de rejas y arbustos secos apilados en pequeños montículos por doquier.

Cuando llegué a la casa de mi Madre me desplomé emocionalmente, El portal había casi desparecido, la sala perdió la mayoría de sus antiguas tejas, la terraza no se sabe a donde fue a parar, la vieja mata de magas blancas, el limonar, la mata de chirimoyas, la de aguacates, todo revuelto en el centro del patio, era como si una gigantesca mano las hubiera juntado todas y las pusiera allí para disfrute de la desgracia.

Ese día al llegar pusieron un rato la electricidad, después de diecisiete días sin fluido eléctrico, sin agua para el aseo y casi sin alimentos llegaba yo como Papa Noel cargado de agua, alimentos, provisiones, una esperanza, incluso, con la electricidad “El hombre que vino con la luz” me decían. Me emocionó ir allí, me gustó ayudar, mi presencia fue reconfortante, eficiente y necesaria.

Luís Alberto Ramírez - Miami

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